¨Con el Surrealismo la
representación humana aparece. Pero el espectáculo que ofrece tal intento de
humanizar el arte, es sumamente deprimente: el Surrealismo no resucita al
hombre, lo desentierra simplemente. El hombre surrealista es el cadáver que
pasea cínicamente las lacras horrendas de su corrupción, con la insolencia
frenética de un mundo que se resiste a seguir el destino implacable de su
desaparición histórica.
En todo el arte contemporáneo no
queda del hombre más que un fantasma que no se resigna a morir definitivamente.
La historia de la plástica
moderna en esta etapa de la deshumanización, es la historia de la derrota del
hombre sobre el intento de transmutar su condición humana en valores
abstractos.
El artista, sonámbulo de la
libertad en un ambiente cuajado de mitos y espejismos, quiso buscar de por sí y
para sí la piedra filosofal de la vida.
Pero esta posición del arte, que
erige sus valores como negación del propio mundo en que convive
—sobreentendiendo el drama subjetivo del artista como coartada lógica para
rehuir la convivencia con una realidad social pervertida y falsa—, no puede
mantenerse por más tiempo, porque el subsuelo del ámbito social se estremece ya
con profundo dinamismo, que aflora a la superficie, que resquebraja la
superestructura yerta de la sociedad capitalista.
El hombre alza de nuevo su
voluntad de ser ante la historia, más potente y lleno de razón que nunca. El
canto épico resuena de nuevo en el pecho de los pueblos que se alzan por su
derecho a la vida y a la libertad, frente a la mascarada trágica de los
imperialismos en agonía que oponen la fuerza bruta al libre desarrollo de la
humanidad y de la historia. Los dolores del mundo han alumbrado a un hombre
nuevo que emerge con potencia geológica, cargado de destino en su albur
inmaculado. Y este hombre es el que nace cada día en las trincheras de la lucha
contra la antihistoria, es el que cae desangrado sin más gloria ultraterrena
que la de haber sentido correr la historia viva por sus venas.
Y caen verticalmente los mitos,
las torres de marfil, ante la magnificencia de este drama humano de amor y de
odio, de abnegación y menosprecio. El artista queda perplejo ante la situación.
El desconcierto produce en su ánimo un primer impulso de temor instintivo por
la integridad de su individualidad, por los destinos del arte mismo. Pero el
individualismo y el escepticismo están heridos de muerte, porque la dura
experiencia le ha convencido de que el problema de la libertad es utópico e
insoluble dentro del universo individual, que su solución plena implica una
finalidad común y colectiva de todos quienes trabajan y luchan a su alrededor.
Y comienza a abandonar su enrarecido reducto para incorporarse a la comunidad
viril que le ofrece una aurora esplendorosa de fertilidad.¨
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